Ana era
una apasionada de la moda, siempre le gustó comprar las últimas tendencias y
era imposible que pasase una temporada sin que ella comprase dos o cinco
prendas y dos o tres pares de zapatos. Se sentía bien, segura de sí misma
cuando se pensaba bien vestida.
Cuando
se casó y salió de casa de sus padres, prácticamente toda su ropa juvenil quedó
allí. Su madre se ocupó de regalarla, ella no habría podido.
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Metáfora: El armario |
Como
era lógico, pese a tener una casa bastante espaciosa, los armarios quedaron
prácticamente llenos con la ropa que ya no usaría, porque ya no le quedaba y
porque estaban pasados de moda, estancados en el pasado.
En su
día a día prácticamente usaba la misma ropa, los años y la economía
amortiguaron su ardor consumista. Llevaba unos viejos zapatos porque se habían
hecho ellos a ella y ella a ellos. Lo mismo ocurría con el resto de la ropa; ya
sabía en lo que se podía embutir y cómo combinarlo.
Al
final vestirse dejó de ser una aventura creativa y fascinante y pasó a ser algo
obligatorio, rutinario y fastidioso.
Realmente
le quedaba poco espacio para guardar su ropa de diario. El fondo de armario que
había acumulado durante toda su vida y del que emocionalmente no podía
deshacerse la estaba asfixiando, ¿pero cómo prescindir de la ropa que le traía
tantos recuerdos y de la que se sentía orgullosa? ¡Ni hablar!
En su
pensamiento no entraba la idea de revisar su tesoro textil.
Revisar
sus armarios era algo íntimo, era como ponerse a mirar las ideas que guardaba
dentro de su cabeza. Quizás las modas hubiesen cambiado. Desde luego, aunque
pudiera, ya no se pondría el vestido que tan orgullosamente lució a los veinte
años.
Su
forma de ver la vida, como sus vestidos tampoco había cambiado en cincuenta
años y muchas veces no entendía ni a sus hijos ni a sus nietos, pero ella sabía
que su forma de pensar era la correcta, lo había sido toda su vida. No quiso
revisar ni sus armarios ni su forma de entender la vida.
Un buen
día fue llamada a donde son llamadas todas las personas mayores y acudió
obedientemente. No llevó más que un simple sudario como los que se llevan desde
hace miles de años.
Sus
nietos, los que heredaron su casa, necesitaban espacio para sus propias cosas,
sus camisas, camisetas, polos, pantalones, ternos, calcos, chupas, plumas,
forros polares. Sus ordenadores, tables, equipos de música, etc. Encontraron
los armarios de su abuela llenos de ropa decimonónica, y aunque a la abuela la
habían querido mucho, todo aquello era de museo, aunque no hubiese museo que lo
quisiera.
Todos los
esfuerzos de conservación que hizo la abuela no sirvieron de nada, ni con su
ropa ni con su forma de entender la vida.
Su ropa
terminó en los contenedores de reciclaje. Su forma de entender la vida todavía
se conserva en algunas personas, en algunos países, pero en su propia familia
ya la han olvidado. A veces de acuerdan de ella, de lo buena que era.
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