Era un
chalecito en una de esas urbanizaciones llenas de chalecitos, en su parcela
media de mil metros cuadrados que daba para una casita de dos plantitas y su
parcelita con sus plantitas, su vallita de aligustre, su arbolito frutal,
cerezo creo que era, y su valla frontal en piedra maciza del Guadarrama.
Leñera, chimenea en la bodega y chimenea en el “gran salón”, seis habitaciones,
tres baños, cocina y garaje.
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El chalecito |
Era un
típico chalecito.
Sus
dueños, una pareja próxima a la jubilación, también tenían un piso en la playa
y alternaban las estancias entre el chalecito serrano y la playa. Les gustaba
tener invitados en el chalecito, pero no en la playa porque el piso era más
pequeño.
Estos
señores también tenían una única hija, ya treintona, casada y con dos niñas
pequeñas.
A la
hija le gustaba ir al chalecito, pero cada vez se le hacía más cuesta arriba.
Ir allí era una paliza de limpiezas y comidas, pero se sentía obligada a ayudar
a sus padres que creía que no podrían con tanta tarea. También veía como su
marido que al principio disfrutaba con el bricolaje y el mantenimiento, había
dejado de disfrutar con aquellas estancias, aunque por el amor a su esposa no
decía nada.
Sin el
trabajo de su hija y de su yerno los costos de mantenimiento del chalecito no
se hubieran podido sufragar. La verdad es que su trabajo lo revalorizaba.
Un mal
día un frío viento dejo viuda a la hija, que vio como su vida se volvió del
revés, por la pérdida del marido y por la nueva situación económica. Se tuvo
que buscar un trabajo e ingeniárselas para llevar y traer a las niñas del
colegio y seguir atendiendo su casa. No contaba con la ayuda de nadie, sus
padres se volvieron un tanto distantes, tal vez porque ya no iba tanto por el
chalecito. Acababa la semana realmente cansada, muy cansada.
Sus
padres se percataron de como el chalecito echaba de menos a su hija y a su
yerno y ellos mismos cada vez iban menos. Decidieron venderlo antes de que el
declive fuese a más y se fueron a la playa. Aquel piso era más manejable.
Fermina,
que así se llamaba la hija, se enteró por casualidad de la venta, y se quedó
estupefacta, anonadada, sorprendida y frustrada de que sus padres no la
hubieran dicho nada, de que no se interesasen por cómo llevaba su viudez, ni de
qué era de sus nietas.
Le
hubiera venido muy bien que la ayudasen económicamente, y con la venta hubieran
podido hacerlo. Pensaba.
Se acordaba con frecuencia de su marido, le echaba mucho de menos y se arrepintió de no haberle hecho más caso cuando le pedía ir a otro sitio, viajar, ir con los amigos. Algo distinto a dejarse la vida en aquel chalecito que al fin y al cabo no era suyo, y del que como se vio, no se pudo ayudar en su viudez. Se arrepintió de anteponer las imaginadas necesidades de sus padres a las suyas propias y a las de su propia familia.
Se acordaba con frecuencia de su marido, le echaba mucho de menos y se arrepintió de no haberle hecho más caso cuando le pedía ir a otro sitio, viajar, ir con los amigos. Algo distinto a dejarse la vida en aquel chalecito que al fin y al cabo no era suyo, y del que como se vio, no se pudo ayudar en su viudez. Se arrepintió de anteponer las imaginadas necesidades de sus padres a las suyas propias y a las de su propia familia.