Hay una segunda realidad en cada uno de nosotros. No es nada religioso ni
misterioso. Todos la experimentamos aunque pocos mantengamos consciencia sobre
esa realidad más allá de unos pocos minutos o segundos.
Esa realidad surge tan
pronto cerramos los ojos y dejamos de prestar atención al mundo exterior para
pasarla a nuestro propio interior.
Más de uno se extraña
cuando en relajación le pido observar su propia respiración, y después los
latidos de su corazón. Parece que por primera vez cayesen en la cuenta de que
su cuerpo tiene un funcionamiento automático, sin que ellos intervengan, y que
lo lleva haciendo desde que nacieron. No solo los pulmones y el corazón,
también el hígado, los riñones, el intestino, el sistema linfático, el
endocrino… en definitiva todo su cuerpo funciona al margen de su consciencia y
generalmente lo hace bastante bien, de modo que se puede confiar en él, reducir
la alerta y la vigilancia, dejar de tener los ojos girados hacia el interior y
volverlos para observar el mundo exterior.
El cerebro, como parte
del cuerpo que es, también tiene un funcionamiento autónomo, automático, y sus
productos más evidentes son los sueños, con sentido aparente o no, las ensoñaciones, las sensaciones, el mundo
afectivo y todo cuanto tiene que ver con la vida consciente o inconsciente.
El pensamiento puede
parecer un caballo desbocado que va saltando de un tema a otro como si no pudiéramos
pararlo, obsesionado con los temas que más le preocupan, entrando con facilidad
en un bucle cerrado. Pero el pensamiento se puede dirigir, como cuando uno
maquina las posibles soluciones a un problema.
Si no se tiene práctica,
puede suponer un esfuerzo el pasar de la consciencia del propio cuerpo y
pensamiento a la consciencia del mundo exterior y fluctuar de la una a la otra,
sabiéndose una persona que influye y es influida en y por su entorno.
Sabiéndose alguien con derecho a ser y estar.
Cuando uno se disocia de
sí mismo, cuando duda de sus capacidades, cuando extraña su propio cuerpo, se
hace auto vigilante, desconfía de la capacidad homeostática de su cuerpo. Está
desequilibrando su relación con su entorno que puede pasar a ser frustrante/amenazante
pues no le da toda la atención que él necesitaría para calmar su miedo, miedo al
posible fallo de su cuerpo. Empieza la desconfianza en sí mismo para encontrar
una solución adecuada.
Para afrontar cualquier
riesgo hemos de partir de una zona de seguridad o de un entrenamiento previo que
nos capacite o al menos nos de seguridad. Cerrar los ojos voluntariamente en
zona segura y acercarse en el mundo imaginario, sabiendo que lo es, a la zona
de conflicto, permite que el cerebro, la persona, pueda admitir hipotéticas situaciones o
posibilidades a las que con los ojos abiertos en zona insegura, no se
acercaría.
Dicen que “para torear y
casarse hay que arrimarse”, también para solucionar problemas hay que acercarse
a ellos. Cerrar los ojos e imaginar es el complemento de abrirlos y afrontar.
Abrir y cerrar los ojos, aspirar y espirar, sístole y diástole… y todos los pares posibles como
parte del movimiento, como parte de la vida.
Todo confluye en un
cuerpo que da soporte temporal a la persona, y para los que creen, a su alma.
Perdón por la repetición.
El cerebro es una parte del cuerpo, que como tal, también tiene su
funcionamiento continuo y autónomo, pero podemos intervenir en su
funcionamiento voluntariamente. Con los pensamientos podemos asustarnos o
alegrarnos.
Cuando nos dejamos llevar hacia el sueño
permitimos que nuestra máquina haga las reparaciones necesarias.
La hipnosis es una pobre
imitación de las reparaciones de la naturaleza, de las que tan poco sabemos.
Hay muchas formas de
estar en hipnosis. Cuando elegimos cerrar los ojos y dejarnos llevar por un
mundo de imágenes mentales y de posibilidades, elegimos deliberadamente
acercarnos al funcionamiento automático de la mente, nos convertimos en sus
meros espectadores y a veces, esos automatismos inconscientes iluminan nuestro
consciente.
Lo que hagamos con la
consciencia iluminada es otra cosa.