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El pueblo de los abuelos |
Luis vivía en una estresante ciudad en donde tenía
un trabajo de silla y ordenador que le exigía casi todo su tiempo. Trabajaba en
casa, muchos días no salía, o a lo más bajaba a la panadería: -Una barra por
favor. Gracias – podía ser su conversación más larga.
No quería seguir así, se ahogaba andando, le costaba
respirar, su enorme barriga le dificultaba mucho atarse los cordones de los
zapatos. Los médicos ya le habían dicho que tenía que perder peso pero se
sentía atrapado en sus rutinas. Necesitaba un cambio de aires; su vida le
estaba matando.
Se fue a vivir a la casa del pueblo de sus difuntos
abuelos, como primer cambio de los que tendría que hacer, aunque de momento no
sabía muy bien cuáles serían. Había roto con su trabajo y necesitaba ocuparse
en algo.
En la carnicería cercana a su casa le ofrecieron
hacerse cargo del reparto de los pedidos, – ¡Eso sí que es un cambio! - se dijo
a sí mismo, pero de momento no había otra
cosa.
La mayoría del casco urbano lo habían hecho
peatonal, los turistas estaban encantados, pero a él las posibilidades para
hacer su reparto se reducían a dos, hacerlo en bicicleta o andando; con su peso
no se atrevía a intentar lo de la bicicleta.
Los pedidos para repartir ya estaban preparados a
las 10h., y él, buen conocedor del pueblo en el que había pasado tantos
veraneos, se planificaba bien su ruta. Los primeros días repartió cargando las
bolsas a mano, tenía que parar de vez en cuando para recuperarse y tardó
muchísimo en hacer los repartos. El ejercicio y el sol de justicia de aquel
pueblo manchego le hacían empapar su frente, su espalda, sus sobacos, su
cintura…,”chorrrreaba”.
De no haber sido porque estaba trabajando, de buena
gana se hubiera bebido un par de dobles de cerveza, pero su ética le refrenó.
Los clientes, sobre todos los del final de la ruta,
se le quejaban al carnicero de que sus pedidos les llegaban menguados de peso,
se veía que habían escurrido jugo en el trayecto, y el carnicero les respondía
con sorna – ¡Pues no sabes cómo me vuelve el repartidor! -
La necesidad llevó a su mente la idea de ayudarse de
un carrito en su reparto. La cosa mejoró bastante, el trabajo se alivió, la
caminata resultó más ligera.
A Luis el trato con la carne se le hizo desagradable
y lo que menos quería era encontrársela en su comida. Por fortuna para él aquel
pueblo tenía una buena vega y muy ricas verduras, hortalizas y legumbres, casi
se hizo vegetariano, salvo por el pollo y algo de pescado.
Su forma de comer cambió, le seguía costando alejarse
del azúcar, pero aprendió el truco de acordarse de los problemas que tuvo su
madre con la diabetes para alejarse de ella.
Se volvió responsable en su forma de comer.
Pudo encontrar otro trabajo mejor, y aprendió que
debía evitar a toda costa volver a ser tan sedentario como antes, ya no dejaría
de andar, aunque ahora por gusto.
Como sabía que era olvidadizo se ayudó de un aparatito
que llevaba siempre y le informaba de su actividad, para saber si estaba
cumpliendo su objetivo de ejercicio o debía corregirse.
Al cabo de tres meses de disciplina pudo decir con
gozo:
¡Ya me puedo atar los cordones de los zapatos!
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