
La presión era como
un tsunami que impulsaba las aguas por encima de la costa hasta los valles de
su ser, llenándolos con porquería ajena, con demandas inesperadas, rompiendo
sus esperanzas de paz y sosiego.
Se había ido
replegando bajo su piel. En su imaginación recorrió todos sus músculos,
centrándose en relajarlos…, aflojarlos…, desconectando del mundo. Con los ojos
cerrados contemplaba su bóveda craneal, oscura y serena. Se sentía cual nonato
que flotara en la seguridad del vientre protector de su madre.
Observaba su propia
respiración, cada vez más serena y tranquila, automática. Abandonado a la
ligera pesadez de su cuerpo, a su paz interior.
Fuera habían
quedado los problemas, las angustias, las amenazas. Sabía que no habían
desaparecido, que antes o después tendría que hacer algo, o no; pero ahora se
estaba tomando un descanso…, respiraba…, desconectaba…
Se sumió en una
reflexión de lo que había sido su vida, sobre las decisiones que había tomado y
sobre los caminos equivocados.
De repente un
camino airado se levantó serpenteante ante él provocando una nube de polvo. Le miró a
los ojos y le dijo: “Los caminos jamás nos equivocamos, sencillamente os
llevamos donde queréis ir, ¡desagradecido!”
Absorbió la
profunda mirada, y sin luchar con ella fue dejando que se acoplase en su interior
como parte de sí mismo; poco a poco fue sintiéndose más cómodo. Empezaba a amar
su camino tal como era, con sus partes fáciles y difíciles; sin él no habría
llegado donde estaba. Ahora sabía que cada vez que levantase un pie para dar un
paso, él estaría allí para darle soporte, para unir su pasado con su futuro,
como lo había hecho durante toda su vida, siempre atento a sus elecciones.
Volvió de su retiro
interno sereno y centrado, con la determinación de mirar directamente a cada una de sus dificultades, empezando por las más pequeñas para entrenarse; dispuesto a hacer algo, aunque no sabía muy bien qué; a tomar
las riendas de su vida aunque no sabía muy bien cómo, cargado de compasión para sí mismo y para con los
demás.