Hace
mucho mucho tiempo, vivía Efrén con su mujer Noemí y sus dos hijos en la casa
de su padre Uriel, una humilde casita de pescadores en los arrabales de Cafarnaúm
junto al lago Tiberíades de Israel.
Vivía
la familia de la pesca de Uriel y su hijo, como la mayoría de sus vecinos.
Pescaban por las noches, atrayendo los peces a la luz de las teas embreadas.
Aquella
noche soplaba una suave brisa sobre el agua que empujaba la vela lago adentro;
nada presagiaba lo que ocurrió después, y es que inesperadamente el viento
arreció, la luna quedó oculta tras las nubes y empezó a descargar una terrible
tormenta. Las teas se apagaron, las aguas se encresparon. Efrén iba al timón y Uriel
fue a recoger la vela para no zozobrar. Apenas se veía a dos brazos de
distancia. Aquello fue intenso, pero breve, poco a poco las aguas se fueron
calmando.
Uriel
no veía a su padre, comenzó a buscarle por el suelo de la barca que no era
grande. Su alarma y desesperación se dispararon. Miró al agua, le llamó, grito...
Solo le acompañaban el movimiento de la barca y el golpear de la vela recogida
contra el mástil. No pudo encender las teas, todo estaba empapado. Esperó al
amanecer con la esperanza de que estuviese cerca agarrado a alguna de las cajas
que cayeron por la borda. No vio nada.
Extendió
la vela para volver a puerto con la esperanza de hallarle allí.
Encontró
a su familia y a sus vecinos preocupados. No podía creer que su padre no
estuviese allí.
Tras el
shock inicial empezó a rumiar ideas acerca de lo que había pasado, culpaba a su
padre de no haberse atado a la barca, de no haber tenido cuidado, se culpaba a
sí mismo de haberle dejado hacer la peligrosa tarea de arriar la vela en esas
circunstancias, culpó a Yavé de haberles mandado semejante tormenta sin motivo,
pues ellos de puro humilde no podían haber hecho mal a nadie ni queriendo.
Sintió ira y rabia por todo lo ocurrido.
Deseaba
que su padre apareciese vivo, para ello estaba dispuesto a lo que fuese, a dar
su vida a cambio, rezaba, negociaba con Yavé su comportamiento futuro a cambio
de la vida de su padre, porque no solo era su padre, era su maestro, su guía,
su consejo. Hasta ahora no se había dado cuenta de todo lo que era su padre.
A los
dos días unos vecinos vieron el cuerpo de Uriel flotando cerca de la costa.
Efrén
lloró todo aquel día, y después entró en un estado de estupor con la mirada
perdida sobre las aguas. Estuvo así mucho tiempo, con una profunda tristeza que
apenas le permitía respirar, no comía, apenas se movía, más que dormir, se
ausentaba mentalmente, la cercanía de su mujer y de sus hijos que antes le
alegraba ahora le dejaban indiferente.
Empezaron
a vivir de la caridad de los vecinos, pues Efrén no salía a pescar.
Los
vecinos pasaron de tener compasión a sentirse molestos y después enfadados,
pues no entendían como seguía así mientras ellos alimentaban a su familia. Poco
a poco se fueron alejando…
Efrén,
desde el rincón en el que estaba agazapado, vio a su mujer y a sus hijos
llorando abrazados entorno al fuego de la cocina vacía, y supo que su padre
nunca hubiera permitido que él pasase hambre pese a lo pobres que eran.
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